Como abrazar a los sabios
Lo primero que ella vio fueron sus
pies, abrigados con medias azules gruesas y alpargatas negras. Con una mano
hinchada, agarraba fuerte el bastón para avanzar lento por la calle que se
hacía cada vez más empinada. Cada cinco pasitos, el viejo paraba para tomar
aire. Cada tres pasitos. Cada dos. Se apoyó en el paredón y miró un punto fijo
a lo lejos, mientras recuperaba el aliento.
—¿Quiere que lo ayude? —le
preguntó ella, extendiendo el brazo derecho para que se agarre.
El viejo la agarró del brazo y le
dio unas palmaditas.
—Querida, te agradezco, pero esto
es un tema conmigo mismo. —dijo señalándose el pecho.
Sin dejar de avanzar lento pero constante,
con el tono y la voz que poseen sólo los sabios, dijo:
—Sabés, yo soy de Buenos Aires.
Vengo a ver a mi nieta.
Detrás de los lentes, y entre las
cejas largas que se enredaban y caían, escondía unos ojos turquesa llenos de
historia. La boina tapaba el pelo canoso desprolijo, que sobresalía rebelde por
algún costado. Entre frases el viejo se mojaba el labio inferior con la lengua,
que se escapaba pícara por medio de un agujerito entre los dientes.
Él hablaba muy bajito y ella se
acercó para no perderse de nada. La voz suave y el relato pausado la atraparon y
se olvidó de todo —de la música en su celular, del trámite que la apuraba, y de
la manzana que tenía en la mano a medio comer.
Ella le contó que también venía de
Buenos Aires, y que entendía que Bariloche era un desafío personal, y transitar
por sus calles empinadas, también. Hablaron de los afectos y la familia,
y cuando él se enteró de que
ella y su nieta tenían el mismo nombre, se le escapó una carcajada con
tos.
Los ojos turquesa se perdían en
recuerdos, temblaban de matices; ella lo observaba y quería atesorarlo todo.
Cada recuerdo era una gran historia: sus viajes sin equipaje, la súbita
decisión de quedarse viviendo en Brasil (“¡un salto al vacío!”), y sus años como
ingeniero de un submarino que lo llevaron a trabajar para un ex-comandante nazi
de la Segunda Guerra Mundial.
Las grandes historias
desencadenaron en temas existenciales. Él mencionó la decadencia del ser humano
y lloró al contar que su mujer se hizo testigo de Jehová. La tristeza le hundió
el pecho al contar que la desconocía ¿en qué momento ella, con quien había
sabido compartir la pasión por el arte y la música, se había transformado en
esta mujer que pensaba sólo en el más allá? Un poco como consuelo, o para
sacarlo de ahí, ella le dijo que sólo existía el presente y que el resto era
ilusión. Por primera vez, el viejo la miró a los ojos. Del turquesa salieron
chispitas doradas.
Él intentó explicarle lo que
sentía cuando su nieta lo agarraba de la mano; ella le contó de su abuelo el
escritor, que le había enseñado a escuchar Vivaldi y que, gracias a él, ella se
emocionaba con Beethoven.
El viejo apretó los párpados con fuerza para traer la música a este
momento: —Entonces te recomiendo que escuches la sonata primavera,
especialmente el tercer movimiento... Ahí vas a descubrir el alma de Beethoven.
Ella miró una vez más dentro del
túnel turquesa. Él le regaló una sonrisa de pocos dientes y le extendió la
mano, que ella estrechó con la suya, pegoteada de manzana. Antes de seguir
camino, ella se puso un poquito en puntas de pie y le dio un abrazo, de esos
que se dan y no se explican.
Muy Lindo!
ResponderEliminarTe veo, te veo ahí.
ResponderEliminarCada vez más grande vos...
ResponderEliminarP. H.
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Eliminarsos tan hermosa hija mia, hermosa por dentro y por fuera, me recordas taaaanto a mi querido papá, me haces llorar de emoción, y encima te extraño la puta madre!!!
ResponderEliminareste es el texto que leímos...muy bueno, saludos! que sigas bien
ResponderEliminarhey! qué buena onda que escribas, nicosaon. Estuve intentando encontrar tu blog sin éxito. Después pasamelo, estaría encantada de leerte.
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