Alicia en hora pico
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—¡Arriba, doña! ¿Listo? Guarda que le cierro la
puerta, ¿eh? —exclamaba el conductor, dirigiéndose a una señora con la
amabilidad que tanto caracteriza a los de su profesión. Al mismo tiempo y con
la misma amabilidad, la gente empujaba demostrándose todo el amor del mundo. El
vehículo avanzaba y los pasajeros lanzaban bufidos al oído del acompañante más
cercano.
Una tarde como todas las demás, a esa hora en que su
estómago empezaba a quejarse con rugidos atroces, Alicia se tomaba el 78 en
Chacarita (después de haberlo esperado más de media hora, claro, porque el
cartel azul era el que pasaba con menor frecuencia) y seguía los mismos procedimientos
de manera casi mecánica (“casi” porque siempre se ponía a pensar en su
automatismo, entonces pretendía consolarse pensando que ella no era tan
autómata si por lo menos sabía que era autómata). Primero esperaba a que la
señora, a quien ella gentilmente había dejado adelantarse, pusiera en la
máquina el monto para pagar su boleto de 1.25 (por cierto, con moneditas de
diez y cinco centavos, que la señora introducía por esa ranura que tanto
trabajo le tomaba encontrar, con una paciencia incalculable y con todos los
pocos años del mundo que le quedaban de vida). Acto seguido, Alicia sacaba su
boleto y trataba de encontrar un asiento del lado izquierdo del colectivo
(siempre se había sentido incómoda sentada en los asientos dobles… nadie, nunca
nadie podía evitar husmear lo que leía o escribía; y tanto me molestaba eso que
sentía que hasta los pensamientos le invadían.) Entonces se ponía a leer, o a
escribir, o (más comúnmente) a coleccionar culpas pensando en por qué no hacía
lo que debía hacer. “Con qué culpa me entretengo en este viaje?”, pensaba
Alicia. Y con el verde del semáforo, arrancaba. Empezaba el paseo por las
góndolas de las culpas y “tengoques”, llenaba el changuito de estos, y agregaba
un puñado de cosas que sí había hecho y eran completamente improductivas. Es
así que terminaba en caja: “¿Va a pagar con castigo o deberes atrasados
cumplidos?, ¿0 por dos pesos más prefiere adquirir inútiles compras que
alimentarán su alma materialista para erradicar la culpa o hacerla sentir menos
desdichada?”
Fue entonces que Alicia, luego de haber enumerado en
su cabeza todas culpas posibles, decidió una vez más, dejarlas de lado y
ponerse a leer. Le gustaba abstraerse de todo lo que la rodeaba,
desolidificarse, hacerse humo para que, palabra tras palabra, las fuerzas de
las letras la aspiraran. Cada vez menos de ella en cuerpo. Cada vez más de ella
en espíritu. Otro lugar. Otros colores. Los bordes de las figuras se esfumaban,
se pintaban a crayón como ella quería.
Llegando a la tercera página algo la desvió. El
superíndice arrastró su visión quince renglones abajo, hacia la izquierda. Un
ínfimo dígito le abría una puerta sin aceitar, una puerta demasiado angosta
para los rellenitos, demasiado baja para cualquiera, demasiado enclenque y
demasiado extraña para ser puerta. Pero puerta al fin. Puerta que se abría a la
intriga y al cachetazo, ese que se espera con los ojos tan cerrados que duelen.
Como la enésima vuelta en la calesita barrial, y dentro de ese corral de
alambres desparejos, nuestro odio compartido. Odio y aversión.
Aversión a la cancioncita feliz que el señor inmortal
con aspecto de pasa de uva albina ponía una y otra, y otra vez. Aversión a los
caballitos diabólicos de un barniz cegador. Aversión a la sortija y más
aversión aún al abrir los ojos al espectáculo del paupérrimo soborno al señor
de la sortija, que nos la dejaba agarrar fácilmente, pretendiendo que no nos
diéramos cuenta. El superíndice era, para Alicia, la mano invisible que la
empujaba de la calesita en movimiento (o del 78 en hora pico) y la hacía sentir
esas cosquillas en la panza, o lo que se dice a veces, la sensación de estar
vivo, de vivir en otra parte (de vivir donde uno quiere, donde uno cree). Y
entonces a Alicia se le nublaba la vista, una vez más se le esfumaban los
bordes, y ahora se le fruncía el ceño y enroscaba el labio superior. Leía con
satisfacción: “el rasgo distintivo de todo lo existente es su monotonía.”
Sonreía. Se regocijaba entre la música que creaban las letras. Y pensaba que
era incómodo que le satisficiera tanto lo que leía. Era tan lindo que le
desagradaba, como los caballos embarnizados de las calesitas. Y de golpe se dió
cuenta de que si algo no le gustaba, era ilógico que siguiera sonriendo. ¿O era
que no estaba sonriendo? Y entonces se mantuvo inmóvil tratando de averiguar
qué propósito era ese que tenía la comisura derecha de su boca al estirarse
hacia arriba, qué era lo que se proponía al rebelarse contra sus órdenes. Ya no
era parte de ella, ya no la dominaba. ¿A qué respondía, entonces, esta mueca
que Alicia no planeaba moldear? Pensó que le sería bueno acordarse de aquella
lección que, vergonzosamente, en sexto grado, tuvo que dar en frente de la
clase; le parecía que podría serle útil analizar la teoría, para luego
encontrar qué era lo que le hacía cortocircuito en el camino. En el sistema
nervioso, en las ondas del cerebro, en el sist… uf, ¿cómo era?.
Trató, con dificultad, de acordarse de ese algo que
alguna vez quisieron enseñarle en el colegio. De los impulsos nerviosos que
mandaba el cerebro que daban las órdenes para que los músculos...No. De los
músculos del cerebro que ordenaban las ondas que...No, tampoco. Pasos. Eso. ¿No
había pasos? De los cerebros que daban los
músculos...órdenes...ondas...cerebro...Uf. Alicia se resignó a recordar su
inútil manual de Biología y abandonó la idea de recordar el proceso. Entendió
que ahora no sólo tenía el lado derecho de la boca en una mueca diagonal y
desagradable, sino que también estaba frunciendo el ceño al tratar de hilar
palabras sueltas de su antiguo archivo escolar, dañado y polvoriento. Comisura.
Ceño. Muecas. Todo un desfile de malabares payasescos proyectados por sus
músculos faciales. Y además, por si alguien la hubiese observado, acababa de
ponerse colorada.
“Hilar palabras no puedo”, pensaba “lástima, porque es
un lindo verbo”. Y mientras pensaba en las inflexiones de “hilar”, se pasaba la
mano por el pelo largo y enmarañado. Siempre algunos cabellos quedaban en el
camino que iba desde la mano al suelo, sin querer desprenderse, caprichosos y
estáticos. Esto siempre le daba impresión a Alicia. No por miedo a quedarse
calva (tenía enormes cantidades de pelo), sino porque sentía una particular
repulsión por los pelos en sí. Alicia meditaba sobre la conjugación del verbo
hilar y sobre los pelos que se negaban a abandonar su mano, cuando sintió un
tirón. Un tironcito cortísimo pero definitivo que le había elevado, por un
instante, la esquina derecha de la boca hacia afuera y hacia arriba. Tic. “Debe
ser un tic, no soy la única en el mundo…” Tic, tic, le contestaba la comisura.
“Es cuestión de control mental” se auto-aconsejaba, tratando, en vano, de
tranquilizarse. “Deben ser los nervios” Tic, tic. Tic. Y sentía que desde
adentro hacia afuera le habían enhebrado un hilito invisible que le atravesaba
la mejilla. Del lado de adentro quedaba el nudo, y alguien tiraba, risueño y
divertido, mientras que Alicia se resistía a sonreír por completo, y más
todavía por la mitad. No quería poner cara de nada, no quería tener tics, ya
bastante tironcitos le daba la vida. Tiiiiiiiiiiiiii…Este último tironcito fue
tan determinante que a Alicia le dio una fuerte puntada, un puñalcito en la
sien. Pestañeó, tratando de explicarse lo que veía. Trazó una línea de puntos
imaginaria a 90 grados desde su comisura hacia el respaldo del asiento delante
de ella. Y ahí lo vio. De ahí venía. El hilito que imaginaba no era imaginario.
Era. Pero tan minúsculo, tan fino… Una ínfima extensión de una transparencia
recta, invisible al ojo insensible del humano medio. Era menos que un pelo,
menos que un hilo de seda plateado. Era transparente. Era saliva… Y trazando
una línea de puntos sobre esta, llegaba al él: el tirano de la baba tirante, el
lunático en miniatura, el sádico fabricador de tics. Sobre el respaldo del
asiento delantero se posaba una arañita. Una arañita muy extraña negra que no
paraba de mover las patas frenéticamente. Hilaba y tejía cañitas invisibles
para tramar tics nerviosos en los pasajeros de hora pico. Alicia la mira fijo,
con desprecio. Con su mueca de desprecio (esta mueca de asco y de amenaza no
podía ser maniobrada por ningún titiritero ni mucho menos tejida por una ínfima
arañita). La arañita seguía moviendo las patas; y burlona, le devolvió la
mirada. Sonrió irónica, maldita. Era terriblemente pequeña, de un negro
profundo, de un negro caos. Espesa, lanuda, tramaba sus lanas y sus ideas con
una meticulosidad y unas malas intenciones inestimables. Alicia la miraba. Y en
sus ojos de mostacilla, brillosos y chatos, vio la intención de una huida y de
un ataque (o quizás al revés). En el asiento delantero viajaba sentada una
nena. Una nena-muñeca estática, dueña de un comportamiento hipoactivo y una
obediencia de internado, descomunales para una nena de cinco años. “A ella no”,
pensaba Alicia, “los nenes de cinco años son los únicos libres de los tics de
hora pico”. Alicia no iba a poder soportarlo. Entonces se paró bruscamente, más
que bruscamente, de un gran salto y destronó a la arañita de un manotazo. Sin
embargo, no estaba feliz con lo que había hecho, un instante después se había
dado cuenta de su craso error, pues, por más que Alicia siguiera el camino que
pudo haber hecho la arañita desde que voló del asiento hasta el suelo gomoso y
concurrido del colectivo, ya no la encontraría. Se puso de pie sin dejar su
lugar, y empezó la búsqueda. Buscaba desesperada con la mirada dilatada.
Buscaba entre zapatos lustrados y zapatillas de gamuza gastadas, entre
sandalias de tacos altos y alpargatas. Ya no estaba. Ya no la veía.
Alicia se sentó y, desconsolada, miró por la
ventanilla. El sol se reflejaba en el pavimento caliente y, furioso, devolvía
venganza; los rayos blancos hirientes se proyectaban directo en sus pupilas
agotadas. Entonces Alicia presintió que, como un mal presagio, una figura negra
de mayor tamaño que la arañita pasaba, y casi imperceptible, se arrastraba,
había reptado velozmente por entre sus pies. Alicia entonces comenzó a seguir a
la sombra siniestra con su mirada, otra vez inútilmente, porque ya no la veía.
La sombra burlona volvió a pasar, a una velocidad
incalculable, por entre los pies de Alicia. No era una sombra. Pero ya no era
la arañita tampoco. Era una comadreja. Una nutria. Un zorrino. Mutaba y a
medida que se movía por entre la gente, se hacía más grande. Era como si se
alimentara del goce que experimentaba al no poder ser atrapada, al no poder ser
vista por el ojo cansado del viajante en hora pico. Ahora se dirigía con una
habilidad de malabarista, dueña de veloces ademanes, hacia la puerta.
—¡Parada por fivoooooor, gritó con un chillido
ensordecedor la señora de las mil moneditas. Pero, ¡¿y la criatura?! Alicia no
iba a dejarla escapar ilesa.
—¡Permiso, permiso! ¡Es por el bien de todos! —gritó
Alicia desesperada mientras se paró de golpe, empujando a la gente. Llegó a
darle un pisotón al maligno bicho antes de que este pudiera escapar, y esto
hizo que, como un globo en forma de perro salchicha, la sabandija se
desinflara, exhalando el poco aire débil que le había dado cuerpo. El envase
inerte del maligno bicho salió despedido por la puerta antes de que se cerrara
del todo, con ruido de aire de compresor.
Pasaron dos segundos y Alicia permaneció quieta entre
los hostiles pasajeros. Pasaron dos minutos. Media hora. Cinco segundos más. O
menos. Una bocanada de aire ajeno le había atravesado la garganta. Aire
violento e impuro. Un soplido negro, una niebla en negativo que se atoraba en
seco, transversal en la tráquea.
Volvió a su lugar, que ahora lo ocupaba su mochila, y
tomó el libro entre sus manos. Abrió la página donde se lo indicaba su boleto
que hacía las veces de señalador, y entonces, otra vez su vista se nubló. O
desnubló. Como un deja-vú, dirigió su mirada quince renglones hacia abajo,
hacia la izquierda. Del superíndice pendía una arañita aplastada. El ínfimo
dígito le cerraba una puerta sin aceitar.
Este relato se escribió con la intención de ser
publicado en la revista inédita Nota al Pie, allá por el año 1999 .
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