“Tal vez vivir se nos escapa porque la vida pasa y porque morimos. Pero me pregunto: ¿no es el lamento por el carácter efímero de la vida demasiado fácil? ¿No se nos escapará la vida porque no es posible «detener» el tiempo que «vuela», de acuerdo con lo que tanto se ha declamado en la mala poesía? Que nuestras fuerzas flaqueen, que la vida se agote, que apenas al nacer la muerte empiece a trabajar en nosotros, e incluso antes de haber nacido, ¿no es en realidad más inquietante? ¿La vida sería tan insoportable si no cambiáramos a cada instante? Pero si permaneciéramos siempre idénticos, condenados a lo mismo, al «ser», como quisiéramos, fijado (petrificado) en su identidad y sustraído de la muerte, entonces ¿acaso vivir sería vivible, o al menos tolerable? 

Sin embargo, la vida no solo se agota, también se estanca. Se estanca entre las paredes de una habitación, en los gestos e incluso en las amistades, absorbida menos por el hábito que por la normalidad. Y entonces ya no nos damos cuenta de que vivimos, quedamos separados de nuestra vida, porque no es posible disociar la vida de este estancamiento discreto en aquello que se acumula en torno suyo como arenas movedizas, impreciso, invisible, donde se embotan y se retraen insensiblemente nuestras actividades; y de lo que ya no es posible liberarse para poder empezar de nuevo: para poder dirigirse hacia, y despertar a, la vida (lo que solemos llamar el «impulso» o la «atención»). 
(…)
Aunque nos encontremos inmersos de antemano en la «vida», no podemos acceder a ella, por eso se nos escapa y sentimos una nostalgia infinita. Es necesario entonces introducir frente a la vida la separación y la distancia, para poder descubrirla y abordarla, y al mismo tiempo evitar dividirla y duplicarla cómodamente.”
François Jullien, “Filosofía del vivir”

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