Música en el auto, en la casa, en el alma



Dicen por ahí que cuando sos chiquito aprendés mucho observando a las personas que admirás, como a los padres.
Mi viejo nunca me dijo qué música escuchar, pero yo paraba la oreja cuando él escuchaba. Recuerdo esos viajes en el auto llenos de música. Sentada en el medio en la parte de atrás (siempre los lugares inseguros son los más interesantes, justo en la parte donde no podia abrocharme el cinturón de seguridad era desde donde podía verse todo a través del parabrisas delantero) cuando íbamos a lo de la abuela, o sentada en el asiento de adelante cuando el viejo estacionaba en una de esas largas esperas de alguna compra que hacía mamá, yo escuchaba. A veces podía elegir un cassette de la guantera. ¡Qué fuerte que había que apretar ese botón cuadrado gris para que saliera el cassette que estaba adentro! Todavía cierro los ojos y puedo ver ese estéreo de frente gris clarito. Era de los viejos y entonces para poner el lado B tenías que dar vuelta el cassette a mano.
En casa, en cambio, estaba el equipo. Mi papá ponía un disco, yo me sentaba en el piso de madera de la habitación y sentía las vibraciones de los graves. Había aprendido a que no había que saltar para que los discos no saltaran, y ahora pienso que los discos tal vez tenían vida propia y se mimetizaban con nuestros movimientos, saltaban si saltabas y giraban si girabas. Era difícil hacer caso a eso de no poder saltar al lado del equipo, y más si la música se ponía interesante y querías bailar. Podía elegir el disco, podía mirar las tapas y hasta sacar el vinilo de adentro, pero el privilegio de ponerlos en la bandeja era solo para los grandes. ¡Con cuánta atención inspeccionaba esos vinilos! Los singles me encantaban porque eran chiquitos (y en esos me parecía que la manzanita de los de los Beatles quedaba de lo más preciosa), y me gustaba tanto el dibujo de ese perro mirando la vitrola que se me quedó grabado en la memoria para siempre. Los dibujos de esas tapas me abrían un mundo de fantasía gigante. Se me revelaba un universo fantástico a través de las imágenes que volaban hacia mí cuando desplegaba las tapas.
Así que es esto lo que se me ocurrió contar cuando me preguntaron “por qué mi papá era el mejor”. La verdad es que yo no sé si es el mejor. Tampoco tengo otros padres, y comparar con los padres de otros se me hace una tarea bastante desprovista de sentido. El padre que tengo es ese que inventa palabras y desarma motores, ese que construye universos y juega a imaginar. Ese que pone música en el auto, en la casa, en el alma.
Feliz día, padre. Gracias por la música.


(textito escrito para un concurso online por el día del padre, 2012)

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