Del Quilpo a San Marcos (o de cómo las cosas chiquitas te llenan de amor)

La Traffic blanca avanza demasiado rápido para mi gusto por ese caminito de ripio. El traqueteo permanente y los saltos en el asiento ya se hicieron costumbre. En otro momento quizás me hubiese sentido insegura por ir andando con la puerta de atrás abierta, pero ahora lo veo casi como otra aventura. El polvo que entra por las ventanas y por la puerta tampoco me molesta demasiado, y el calor no me sofoca para nada. Todo en este lugar me pone de buen humor. Todo lo que en Buenos Aires podría ponerme violenta, acá como mucho me sorprende o me abre una puerta a la reflexión. Córdoba me hizo eso. Y el Quilpo más todavía. Desde que estoy acá me llene de buenas vibras y no puedo hacer otra cosa que ser feliz. Soy una porteña en proceso de desintoxicación. Amo a todos y quiero ser hippie para siempre.
La Traffic enclenque sigue andando al palo, y en el estéreo suena cuarteto. Estoy haciendo uno de los tantos viajes para ir a comprar morfi a San Marcos (desde el camping a san Marcos hay 8km). En la camioneta voy con el chofer, un nene en el asiento del acompañante, y Claudio (un personaje que merece al menos un capítulo aparte en toda esta historia), que viaja atrás conmigo, al lado de la puerta abierta. Claudio es el encargado de gritar "a San Marcos!" cuando la Traffic llega al camping sobre el Quilpo donde me estoy quedando.
Esta vez Claudio me pregunta si estoy apurada, si no me molesta que antes de llegar a San Marcos pasemos por lo de unos amigos. Le digo que no (por suerte acá el tiempo corre distinto y ya no sabés de qué se  trata estar apurado), que mientras tomemos unos mates en el camino, me prendo.
Todos los caminos son de tierra, algunos le complican mucho más que otros la tarea a la pobre camionetita. Llegamos a un portón de madera que dice "a Casa de Piedra". Claudio se baja de la camioneta y lo abre. Se vuelve a subir y pasamos. Al fondo se ve un ranchito bastante rodeado de barro. Hay muchas gallinas y perros. El viento hace que remolineen plumas y se levante tierra en un torbellino rojo y blanco.
Del ranchito sale una señora. Atado con alambre a una cerca, un cartel de cartón dice HAY MIEL / HAY PAN CASERO.  Claudio se baja y charla un rato con la señora. Yo miro un poco todo, aunque cuando la vieja mira para adentro de la camioneta, me hago la sota. La Traffic sigue en marcha y la ventanilla a la izquierda mío tiene el vidrio suelto que no para de hacer clac claclac. La porteña incurable que tengo adentro se hincha un poco las bolas y presiona el vidrio fuerte con la mano. Después de un rato, la mano se me cansa y creo que es mejor resignarse al ruidito.
Adelante, entre el asiento del chofer y el del acompañante, hay una caja de madera blanca, pintada muy rústicamente de rojo por encima. Más de la mitad del tablero de la camioneta no está (claro, si la máquina funca igual, quien dijo que el tablero es importante?). Empiezo a notar todos los detalles de la camioneta por adentro. Ya me estoy aburriendo un poco.
El nene sentado en el asiento de acompañante es muy flaquito. Toda la ropa que tiene puesta parece quedarle muy grande. Es paciente y observador. Tiene el pelo castaño oscuro super revuelto y un ojo desviado. Usa anteojos que tienen unos vidrios gruesísimos. Por ahí por eso, para sostener todo el peso de los vidrios, es que es un poco orejón. Me llena de amor y ternura verlo, un poco porque me hace acordar a mi hermano Guido cuando era chiquito. Podría observarlo durante horas, tratando de adivinar qué estará pensando. Todo el tiempo se queda sentado en su lugar. De a ratitos gira la cabeza y pispea rapidito para mirarme, y si lo estoy mirando, vuelve la cabeza para adelante con disimulo.
Claudio se sube a la Traffic y le habla al chofer. O a quien quiera escucharlo... digamos que nunca para de parlotear. Es una especie de Fabio Posca vaqueteado por el alcohol y la fiesta, con voz de fumador compulsivo y aliento permanente a Fernet, de esos tipos que al hablarte se te acercan demasiado y te tocan el hombro o el brazo, como si mirarlos a los ojos no fuera demostración suficiente de que los estás escuchando. Los lentes imitación Rayban policía que tiene puestos son de un verde amarillento oscuros, y estoy segura de que no son sólo para hacer facha sino que lo ayudan bastante a esconder los resabios de noches larguísimas. El tipo sigue parloteando. Hace comentarios con la emoción propia de un adolescente que viaja a Bariloche por primera vez. Entre el aliento y la verborragia, me cuesta bastante entender de qué se trata la anécdota que relata. El nene observa (ahora que se subió Claudio a la camioneta, giró la cabeza para mirar para atrás sin disimulo) y, sin que yo pregunte nada, se da cuenta de que no lo sigo al tipo. Me explica: "fuimos a la casa de unos amigos vegetarianos. Hicieron un asado. Pero el asado era para su perro".
La anécdota desencadenó en una charla sobre perros. Terminamos hablando de perros abandonados. Les cuento sobre el perrito que nos encontramos con mis hermanos en este viaje en el Dique de Cruz del Eje. Todo este tiempo el nene me observa sin moverse del asiento, sólo girando la cabeza y con una atención silenciosa de la que no me siento demasiado merecedora por lo pelotudo del tema de conversación. Ahora sopla en una bolsa de polietileno. Lejos de aspirar pegamento, lo hace para inflarla como un globo y poder ver a trasluz las piedritas que puso adentro, que habia juntado del Quilpo. Otra vez, algo tan chiquito me llena de amor.

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