Lo primero que ella vio fueron sus pies, abrigados con medias azules gruesas y alpargatas negras. Con una mano hinchada, agarraba fuerte el bastón para avanzar lento por la calle que se hacía cada vez más empinada. Cada cinco pasitos, el viejo paraba para tomar aire. Cada tres pasitos. Cada dos. Se apoyó en el paredón y miró un punto fijo a lo lejos, mientras recuperaba el aliento. —¿Quiere que lo ayude? —le preguntó ella, extendiendo el brazo derecho para que se agarre. El viejo la agarró del brazo y le dio unas palmaditas. —Querida, te agradezco, pero esto es un tema conmigo mismo. —dijo señalándose el pecho. Sin dejar de avanzar lento pero constante, con el tono y la voz que poseen sólo los sabios, dijo: —Sabés, yo soy de Buenos Aires. Vengo a ver a mi nieta. Detrás de los lentes, y entre las cejas largas que se enredaban y caían, escondía unos ojos turquesa llenos de historia. La boina tapaba el pelo canoso desprolijo, que sobresalía rebelde por algún costado. Entre fr...
“Una cosa es que te maten directamente, Y otra que te aturdan” Una mañana de domingo, nieve. En short y bata, bajo a la cocina. Pongo un disco, me hago un mate. Miro por la ventana: nieva. Estoy cansada, esto de tener que irme y no conseguir alquiler me saca el sueño, me aturde. Mientras me hago unos panqueques de banana, canto para distraerme del aturdimiento de no saber a dónde voy a vivir. Pongo a lavar ropa. Miro afuera: nieva. Nieva y ellos, turistas gorditos de camperas compradas especialmente, se acercan. Suben desde la calle a mi jardín, trepando el camino como zombies guiados por sus selfies. Comienza (o sigue) el aturdimiento. El señor turista pretende no escuchar mis golpes en el vidrio de la cocina y sigue sacando fotos. Le grito “¡estás en mi casa, loco!”. Gira su mirada atontada hacia mí y, como nene que no quiere bajar de la calesita, grita “¡un segundo más!”. Lo que aturdía, crece. Crece y sube. Afuera, nieve. Adentro, fuego. Fuego me sube por los pies y, cuando v...
"No supe más nada hasta lo que yo creía la mañana siguiente. Abrí los ojos; seguían fijos en la puerta. Ambas luces estaban encendidas; la de la portátil y la que pendía del techo. No recordaba sueños, no recordaba haber existido; algo enorme y negro me había tragado y ahora, sin poder digerirme, me vomitaba sobre una cama. (...) Saludé elevando dos dedos hasta mi sien, y partí rumbo al restaurante. Era notable cómo había cambiado Penurias en tan poco rato. Habían afirmado las veredas y asfaltado las calles, los pájaros cantaban quintetos de Mozart aunque ya dominaba por completo la oscuridad, y los peatones se habían vuelto amables y cordiales. Me sonreían tiernamente al pasar. Los perros meneaban la cola y los elefantes se quitaban el sombrero y me hacían reverencias. El cielo estaba surcado por fuegos artificiales y por un enorme arco iris brillante; al pie de un extremo, un grupo de enanitos de Walt Disney enterraba apresuradamente una olla repleta de monedas de oro. El ai...
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