Cortada 206 entre 309 y 310



Ana quiere escribir.

Ana abre un cuaderno. Un cuaderno blanco que amenaza con perpetuarse.

Ana se angustia y se ata a una nada innecesaria. Ana sueña, porque la mantiene viva, pero también la mata.

Ana no habla. Ana no cuenta. Pero siente todo. Quisiera dejar de hacerlo, dice. Nunca pudo, y cuando quiso, el mero intento dolió más que el sentir diario al que ella estaba acostumbrada.

Ana respira. Por un momento es feliz. Sus sentidos rebalsan de pinos, arena, sal y resina. Sus ojos no llegan a atesorarlo todo. Siente que es demasiado: los verdes, el reflejo del sol en las olas, las gaviotas…y detrás de todo, siempre, las sombras de algún niño que juega feliz. Feliz al menos ella cree.

Cierra los ojos y ve igual. Todo en este lugar le habla. El viento que sopla furioso —a veces cansado—, las olas que nunca paran y vuelven al mar, los árboles que hacen música, a veces agua, a veces burbujas, a veces amenazas.

Ana siente. El sol quema, la arena raspa áspera la carne desnuda de sus pies cansados, y el agua los empapa en un intento de caricia. Caricia que no hace más que salar las vetas coartadas de incontables andares.

Ana vuelve a sentir. Pero no puede hacer sólo eso. Entonces se pregunta, y no encuentra respuesta…y vuelve a preguntarse por qué, si está rodeada de tanto amor, y de cosas tan simples y bellas, por qué ella está vacía. Y por qué le parece que todo es tan hermoso, que no es para ella. Y es tan perfecto que duele. No sabe por qué, y se rinde, otra vez, ante su gran angustia.

No hace más que entender que no merece el paisaje.


.oOoOoOoOooOoOoOoOooOoOoOoOo.

Ella se acuesta sobre las tablas de la cama. Mira la pared y se da cuenta de que el espejo está torcido. Ni siquiera puede canalizar su angustia para llorar. El espejo está torcido. Piensa que sería otro esfuerzo inútil. Sigue molestándole estar. Respirar. Tiene todavía en la garganta un objeto imaginario. Un líquido espeso y amargo que decidió estancarse en el medio –exactamente situado en el medio– , y que le provoca esa incertidumbre de no saber si son más fuertes las ganas de vomitar, o llevar el objeto imaginario hacia adentro, empujarlo hacia abajo, como un adoquín que se hunde en el lodo espeso de su angustia, y salpica algunas que otras frustraciones hacia las paredes de su molestia.

Y el espejo. El espejo todavía está torcido. Ahora vuelve a mirarlo y piensa que es bueno. Sí, es realmente bueno que esté por encima del nivel de la cama. Así no encontrará su reflejo. Un reflejo indefinido, de algo que no entiende y no quiere ver. Su reflejo hará aún más difícil la tarea de encontrarse, de sentirse un poco mejor.

Mira el espejo rectangular con marco de madera. Cuántos años llevará ahí colgado, piensa. ¿Y cuántos reflejos descontentos habrá devuelto? Mientras, y moviéndose casi sonámbulos sobre una capa de silencio agrio, rebotan sonidos sobre la puerta cerrada de la habitación. Afuera está él, y cada pequeño ruido que se oye responde a algo que él está haciendo. Ana sabe. Ana puede ver sin estar ahí. Cada uno de sus movimientos –los de él– son tristemente visibles, imaginables. Ahora él está en la cocina. Ahora abre la canilla. Apoya una taza en la mesada. Guarda algo (probablemente una lata de arvejas, o el aceite de oliva) en la alacena. Ella sabe cuál fue exactamente la puerta que abrió. Sabe porque conoce cómo cruje la puerta al abrir, y conoce también el crujido que le responde al anterior, que se produce agotado y sin música, al cerrar.

El espejo todavía está igual de torcido. O quizás un poco más que antes. Escucha sus pasos y un golpe en la puerta. “¿Por qué no vas a acostarte en la otra cama, mejor?”

Menos mal que acá adentro no hay moscas, piensa ella. Aunque la espalda le duele y siente sus costillas sobre las tablas, pero no le molesta. Entonces se sienta a escribir, esta vez esquivando el reflejo que le devuelve el espejo rectangular opuesto a ella, y sabe que estará acostada al lado de él al terminar esta página.


.oOoOoOoOooOoOoOoOooOoOoOoOo.


Un juego de sábanas frías y olor a humedad. Ana yace boca arriba. Se le ocurre que, a pesar de la luz tenue y su cansancio, nunca tuvo los ojos tan abiertos. A su lado un cuerpo duerme. Está tapado de pies a cabeza. De pies a cabeza. La cabeza envuelta en la sábana. Como un turbante. Ana se pregunta cómo puede respirar. Ella se ahogaría, piensa. No, jamás se arriesgaría a que eso le suceda. Una sábana que entra y sale de la boca abierta. ¿Y qué pasaría si la sábana se hiciera grande? ¿Si la sábana ya no fuera una tela sólida, si perdiera consistencia pero no atrevimiento? Esta se filtraría, si se esparciera como un líquido, entrando por un ronquido, trepando por los labios, aferrándose a los dientes, escalando el paladar y deslizándose hacia abajo. Hacia la garganta. Hacia una bajada sin vuelta atrás. Una caída libre a la asfixia.

Ana lo mira. La sábana sigue teniendo consistencia de sábana. Una tela sólida que no se filtra (y en la otra habitación, aún nadie enderezó el espejo).

Ana levanta su parte de la sábana. La corre. Se mira. Se observa con detención. ¿Es ella?, se pregunta. Es ella, se dice. Este cuerpo es ella. No parece agresivo. No parece malo. No parece nocivo. Y entonces se mira, su piel está viva, es cálida y no es áspera. No es áspera. Mira la cabeza a su lado envuelta en una sábana que ondula acorde a unos ronquidos perfectamente intercalados. Ana suspira. Decide leer.

Otra página, y lee. Vencida y ahogada en rabia y desilusión cierra los ojos y espera a que el despertador suene.

Ana encuentra una mano dormida y pesada sobre su entrepierna cálida y despierta. Ana lo mira. Mira sus ojos cerrados, sus párpados muertos que abrigan pupilas que sueñan, y su boca levemente cerrada, que se abre, ahora descubierta, dejando entrelazado un hilo de baba. Todo lo hace más vulgar y despreciable. Su mano sigue, dormida y torpe, sobre su entrepierna, que ya se enfría, que ya no pide nada.



Marzo-abril 2008

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