Richard Strauss strikes back
Camino por Villa Crespo con un poco de miedo a perderme. Hasta que
aparezco en la puerta del supermercado. Sólo basta con pararme en la
puerta medio segundo. Ya sé dónde estoy, porque sé dónde estaba hace un
año, de la mano de aquel novio, yendo a cocinar para aquella gente a la
casa. Es increíble cómo todo es igual: las baldosas rotas, las sombras
en la vereda, las ráfagas de frío en los mismos lugares (y más por acá,
cuando te acercás a las torres). Esta vez, camino por la vereda de
enfrente. Aunque cuando paso justo frente al PH no puedo evitarlo, y
miro hacia adentro. Sin dejar de caminar, sigo mirando. Estoy segura de
que si empujara la puerta de calle, aún hoy seguiría sin llave. Y el
pasillo sigue sin luces. Puedo ver todo igual por adentro. No veo, pero
lo proyecto en mi cabeza. Soy yo entrando, y golpeando la puerta hasta
que la perra del vecino de atrás ladra y alguien escucha y me abre. Una
sensación encontrada me invade, el calor de volver a lo conocido y la
tristeza por lo que no cambió. Algo en la panza se me retuerce.
Me pregunto si me acuerdo exactamente dónde tomar el bondi para volver a casa. No hago a tiempo a ponerme a pensar en la respuesta. De repente, me sorprende ver a mis patitas doblando en la esquina exacta, pasando por el mismo bar viejo (en el vidrio, tres letras en imprenta roja dicen B A R), por el mismo colegio, y cruzando la vereda hacia la misma parada en donde, más de un año atrás, con un abrazo sentía la fuerza de esa sinfonía clásica de Strauss que resonaba en mí, y en el otro, y en nadie más en la tierra. Y ahora no siento más que un manojo de nervios que me revuelven la panza, porque tengo la certeza de que por aquél ya no siento nada. El iluso espera. Sobre su anhelo caerá el golpe negro de aquella sinfonía que pretendía ser sólo de vientos, y que ahora lo enfrenta con mil redoblantes que le van a estrujar el corazón.
Me pregunto si me acuerdo exactamente dónde tomar el bondi para volver a casa. No hago a tiempo a ponerme a pensar en la respuesta. De repente, me sorprende ver a mis patitas doblando en la esquina exacta, pasando por el mismo bar viejo (en el vidrio, tres letras en imprenta roja dicen B A R), por el mismo colegio, y cruzando la vereda hacia la misma parada en donde, más de un año atrás, con un abrazo sentía la fuerza de esa sinfonía clásica de Strauss que resonaba en mí, y en el otro, y en nadie más en la tierra. Y ahora no siento más que un manojo de nervios que me revuelven la panza, porque tengo la certeza de que por aquél ya no siento nada. El iluso espera. Sobre su anhelo caerá el golpe negro de aquella sinfonía que pretendía ser sólo de vientos, y que ahora lo enfrenta con mil redoblantes que le van a estrujar el corazón.
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